A finales de los años setenta se introdujo en la escena intelectual el concepto de postmodernidad para calificar la nueva situación cultural de las sociedades desarrolladas. Surgido inicialmente en el discurso arquitectónico como reacción contra el estilo internacional, muy pronto se utilizó para designar tanto la desarticulación de los fundamentos del absolutismo de la racionalidad y el hundimiento de las grandes ideologías de la historia como la poderosa dinámica de la individualización y pluralización de nuestras sociedades. Al margen de las diversas interpretaciones propuestas, se impuso la idea de que se necesitaba una sociedad más heterogenea, más optativa, menos lastrada por las expectativas del futuro.
Tras las concepciones entusiastas del progreso histórico aparecieron horizontes más cercanos, una temporalidad dominada por lo precario y lo efímero. Confundido con el descalabro de las construcciones voluntaristas del futuro y el triunfo paralelo de normas consumistas centradas en la vida presente, el periodo posmoderno señalaba el advenimiento de una temporalidad social inédita, caracterizada por la primacía del aquí y ahora.
El neologismo “posmoderno” tuvo un mérito: poner de relieve un cambio de rumbo, una reorganización profunda del modo de funcionamiento social y cultural de las sociedades democráticas avanzadas. Auge del consumo y de la comunicación de masas, debilitamiento de las normas autoritarias y disciplinarias, pujanza de la individualización, consagración del hedonismo y del psicologismo, pérdida de la fe en el porvenir revolucionario, desinterés por las pasiones políticas y las militancias: había que dar nombre a la tremenda transformación que tenía lugar en la escena de las sociedades opulentas, liberadas de las grandes utopías de la modernidad inaugural.
Desde hace mucho tiempo la sociedad de consumo se anuncia bajo el signo del exceso. Cada dominio tiene un aspecto en cierto modo exagerado, desmesurado, extralimitado. La escalada paroxística del “siempre más” se ha introducido en todos los ámbitos del conjunto colectivo. Incluso los comportamientos individuales están atrapados en el engranaje de lo extremo, como para dar testimonio del frenesí consumista, la práctica del dopaje, los deportes de alto riesgo, los asesinos en serie, las bulimias y anorexias, la obesidad, las compulsiones y las adicciones. La cultura del “todo ya” que sacraliza el goce sin prohibiciones.
La obra de Gilles Lipovetsky ha influido profundamente en la interpretación de la modernidad. Con su primer libro, La era del vacío (1983), preparó el terreno de lo que habría de imponerse en Francia con el nombre de “paradigma individualista”. La consecuencia última de la autonomía prometida por la Ilustración ha sido una alienación total del mundo humano, que vive bajo el yugo de las dos plagas de la modernidad: la técnica y el liberalismo económico. Un estado de esclavitud, burocrática y disciplinaria que se ejerce no sólo sobre los cuerpos, sino también sobre los espíritus.
Foucault es sin duda el pensador que ha advertido con más insistencia sobre este aspecto de la modernidad que es la disciplina, cuya finalidad consiste más en controlar a las personas que en liberarlas. La disciplina es un conjunto de reglas y técnicas concretas (vigilancia jerárquica, sanción normalizadora, control) destinadas a producir una conducta normalizada y estandarizada, imponiendo a los individuos una misma pauta, a fin de optimizar sus facultades productivas.
“La búsqueda de los goces privados ha ganado por la mano a la exigencia de ostentación y de reconocimiento social: la época contemporánea ve afirmarse un lujo de tipo inédito, un lujo emocional, experiencial, psicologizado, que sustituye la primacía de la teatralidad social por la de las sensaciones íntimas”
Esta liberación respecto de las tradiciones y este acceso a una autonomía real respecto de las grandes estructuras de sentido no significan ni la desaparición del ejercicio del poder sobre los individuos ni el advenimiento de un mundo ideal sin conflicto ni dominación. Los mecanismos de control no han desaparecido: se han adaptado. Se extiende entonces a todas las capas sociales el gusto por las novedades, la promoción de lo superfluo y lo frívolo, el culto al desarrollo personal y al bienestar.
Hipermodernidad: a saber, una sociedad liberal, caracterizada por el movimiento, la fluidez, la flexibilidad, más desligada que nunca de los grandes principios estructuradores de la modernidad, que han tenido que adaptarse al ritmo hipermoderno para no desaparecer.
Los tiempos hipermodernos (2006). Gilles Lipovetsky y Sebastien Charles. ANAGRAMA.